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Javier Tolcachier
04/08/2020
Pensar y construir un nuevo modelo de Estado no es ningún
desvarío trasnochado sino una necesidad, ante la evidente la caducidad de
esquemas instalados hace poco más de doscientos años. Un tiempo considerable
para un ciclo, si se toma en cuenta la aceleración histórica que atraviesa la
humanidad.
Tal como sucedió en su momento con las monarquías y se
verifica aún hoy en varios Estados en los que formalmente éstas subsisten, la
institucionalidad estatal establecida presenta un funcionamiento de muy baja intensidad,
en el que el ritual permanece, pero ha perdido su alma.
Sin embargo, no es un asunto tan sencillo pensar y construir
un futuro diferente. La dificultad reside por un lado en la resistencia de lo
residual, pero también en el hecho de que nuestro modo de ver las cosas se ha
forjado en un mundo de Estados, incluso viendo nacer muchos en la última oleada
independentista de la posguerra en África y Asia.
Voy a tratar de aportar a esta conversación desde una
escueta perspectiva histórica latinoamericano-caribeña.
Antes de entrar en las propuestas, quiero apuntar brevemente
las lógicas que han operado en la condición de origen de los Estados actuales,
que como veremos, no se condicen con las aspiraciones de desarrollo humano,
entendidas como evolución dentro de los marcos culturales e históricos
actuantes.
La matriz burguesa, colonial, patriarcal y las revoluciones recientes
Como todos sabemos, los Estados actuales surgen inspirados
en la independencia estadounidense (1776) y en la Revolución Francesa (1789).
En ambos casos, paralelo al principio de libertades individuales, las
constituciones santificaron el principio de la propiedad. Tal es así que la
esclavitud, pilar de la economía colonial, más allá de las declaraciones,
recién fue abolida efectivamente a partir de la mitad del siglo XIX.
Algo similar sucedió en relación a las mujeres, que recién
pudieron participar en la vida política -y todavía con enormes restricciones-,
a partir de la segunda mitad del siglo XX. O sea: la base sobre la cual se
fundaron los actuales Estados fue el ascenso burgués, la explotación colonial y
el patriarcado.
A pesar de su clamor independentista, la institucionalidad
de los estados de América Latina y el Caribe durante el XIX y el XX se miró en
el espejo de lo que era considerado un “modelo civilizado”, es decir, aquel
impuesto por las oligarquías locales, siempre con la mirada puesta en el Norte
y por el poder neocolonial, con la mirada siempre puesta en las riquezas del
Sur.
Mirada vigilante y entrometida que tuvo como sello
permanente evitar todo disenso y toda rebeldía. Rebeldía con la que la
revolución cubana pudo perforar el muro neocolonial, adoptando a partir de
entonces un modelo de socialismo centralista, alejado del multipartidismo
liberal.
Más recientemente, en los albores del nuevo milenio se
producen tres revoluciones constitucionales, en Venezuela, Bolivia y Ecuador.
Éstas reformulan la institucionalidad reivindicando los derechos de las
poblaciones marginadas en el camino hacia democracias populares participativas.
Todas ellas se asientan en principios de autodeterminación,
paz y justicia social, adoptando en el caso de Bolivia y Ecuador, en conexión
con las características de sus poblaciones, conceptos como la
plurinacionalidad, que abre la puerta a la incidencia de las culturas indígenas
y afrodescendientes como sujetos de derecho pleno en la vida social y política
en esos países.
Al mismo tiempo, todas estas constituciones refrendadas
democráticamente mediante plebiscitos, incorporan una lógica de participación y
contraloría ciudadana, superando la falta de real representatividad en el
decadente esquema liberal. En todas ellas hay además una fuerte pretensión de
fortalecer la autonomía local articulando el poder popular con los estamentos
del Estado.
El avance positivo que este nuevo modelo representa para el
pueblo se refleja en la férrea resistencia que enfrenta por parte de los
poderes establecidos. En todos los casos, la oligarquía y el imperio se han
esforzado por impedir primero, por poner trabas después y ahora por vaciar de
hecho y contra todo derecho, las premisas de estas nuevas constituciones.
En la actualidad se está fraguando en el hermano Chile la
posibilidad de una nueva revolución constitucional, la que tiene enormes
posibilidades de configurarse desde el pueblo mismo, a pesar de las enormes
trabas que ponen el oscuro legado dictatorial y las fuerzas económicas
corporativas.
Nos toca pensar hoy más allá y colocar nuevos horizontes
revolucionarios para la acción que retomen los elementos más evolutivos de
estas últimas constituciones y propongan profundizar sus características
humanistas con nuevos elementos.
Contenidos que sean acordes al futuro que se quiere
construir, pero también que permitan adaptación incidente en las rasantes
transformaciones que se verifican en el planeta en la actualidad. Propuestas
que recojan el sentir de las generaciones jóvenes, de una mayor horizontalidad
y paridad y de una definitiva despatriarcalización social.
Una institucionalidad acorde al futuro
Entendemos que el papel de la institucionalidad es
formalizar un marco de funcionamiento común, que posibilite el libre desarrollo
de todas y todos los habitantes. Por tanto, los futuros Estados deben poner en
duda y contrarrestar la concentración de la riqueza, que indudablemente
conspira contra la libertad de opción de las mayorías.
El derecho de todo ser humano a existir debe ser garantizado
a través de un ingreso o renta universal, pensado no solo como base de
subsistencia para las mayorías excluidas sino también ampliando la autonomía
para decidir a cada persona en situación de dependencia.
La garantía social de existencia y la nivelación
socioeconómica entre sectores, asiento necesario para la igualdad de
oportunidades vitales, es un paso ineludible hacia la reducción del dolor que
produce la carencia y para una mayor libertad de elegir el tipo de vida que se
quiere.
La redistribución de riquezas que se requiere debería ser
encarada, a pesar del sufrimiento infligido por la expoliación necolonial y la
explotación oligárquica, no desde un espíritu revanchista destinado a fracasar,
sino desde la exigencia de reparación histórica que ensanche la senda hacia la
reconciliación social.
Lo mismo debe decirse sobre la necesidad de desmonopolizar
la comunicación. Una democracia verdadera no puede admitir la espantosa
concentración de los medios de difusión, que ejercen de hecho el control social
a través de la manipulación informativa.
Por otro lado, la nueva institucionalidad debe transformar
el concepto actual del Estado como detentor del monopolio de la violencia para
que éste pase a tener un carácter conciliador, de mediación y armonización de
los conflictos, abandonando el rol de padre controlador y castigador.
Constituciones para un mundo de diversidades
El mundo que hoy adviene es un mundo de diversidades, por lo
que las nuevas revoluciones constitucionales deben apuntar a conformarse
alrededor de la convergencia de esta diversidad.
La idea del Estado-Nación surgió de la premisa de absorber
la diferencia y de forjar un espíritu uniforme, con un proyecto que pretendió
forzadamente la adopción de una identidad común, negando facetas culturales
propias preexistentes. Está a las claras que pese a la presión uniformizante,
el factor cultural de los sometidos y los dominadores continúa existiendo y
pretender su inexistencia impide comprender y acometer adecuadamente las
tensiones que genera.
En este sentido, el reconocimiento de la plurinacionalidad
es un gran avance. Sin embargo, también debemos reconocer que hay una
interculturalidad manifiesta, lo que permite pensar en forjar una nueva
identidad común que recoja lo mejor de cada cultura, que fomente el diálogo y
la paridad entre culturas, sin imposiciones supremacistas.
De este proceso de interculturalidad ya en marcha, se
desprende la posibilidad de una identidad latinoamericana y caribeña con
múltiples ingredientes culturales, a partir de la cual se pueda crear un nuevo
tipo de nación, primero regional, integrada, hermanada, solidaria y cooperante
y luego, aspirar a una fusión planetaria en el marco de una Nación Humana
Universal.
Paz, No Violencia y desmilitarización
Este transcurso solo puede ser guiado por ideales de paz y
no violencia entre los pueblos. Por ello es imperativo dar pasos decididos
hacia la desmilitarización.
En la historia latinoamericana, las fuerzas armadas, lejos de haber sido un resguardo de
soberanía, han fungido como un poder de desestabilización interno. Las
transnacionales, en la lógica de la penetración neoliberal, se han hecho con
los recursos naturales, han endeudado a Estados y poblaciones; las plataformas
digitales extraen y usan los datos personales, explotan a distancia a los
trabajadores condenándolos al precariado; los recursos que deberían servir para
mejorar la salud y la educación son evadidos y fugados al exterior de los
países. Es evidente que ninguna institución militar es efectiva para defender
la soberanía arrebatada.
Por lo demás, tanto la policía como los ejércitos educan a
sus componentes en una lógica de disciplinamiento, lo que es poco compatible
con las prácticas democráticas. La realidad es que ejércitos y policía se
nutren habitualmente de los sectores excluidos de la sociedad, por lo que es
posible pensar que, a través de la construcción de sociedades inclusivas,
equitativas y protectoras, las personas ya no quieran reprimir, matar o morir
en conflictos bélicos que sirven siempre a los intereses del poder.
Un nuevo paradigma de Estado transformará las actuales
fuerzas armadas en Cuerpos de Paz, promoviendo su desarme progresivo,
estrategias de protección civil no violentas y una democratización en su
conformación, apuntando incluso a la elección directa de sus autoridades.
Hacia el poder comunal
Quiero también referirme a un aspecto de máxima centralidad
en la configuración de una imagen futura y es el tema de la descentralización.
Descentralización que debe trascender el carácter administrativo para pasar a
ser una transferencia de poder real a la base social.
Hoy existe en el mundo una tendencia a la desestructuración
de formas anteriores y a la reconfiguración de la organicidad en nuevas
matrices. Es posible entonces aprovechar esta tendencia mayor de manera
consciente y elaborar estrategias para la transferencia creciente del poder de
decisión y acción a las comunas, los municipios y los territorios como paso
ineludible para recuperar la soberanía arrebatada por una superestructura
estatal cada vez más alejada de la base social.
Este reconfiguración institucional, para no caer en una
atomización secesionista y conservar un carácter de conjunto, debe pensarse en
términos federativos, en las que los municipios puedan expresar las necesidades
particulares de sus habitantes y colaborar con otros en la búsqueda de
soluciones y proyectos compartidos.
La imagen del poder comunal no solo permite una mayor
incidencia democrática y un contralor más efectivo por parte del pueblo mismo,
sino que también coloca el tema de la reconstitución del tejido y los lazos en
la misma base social como un primario.
La recomposición de las relaciones humanas en el seno de la
comunidad reviste máxima importancia estratégica ya que provee una respuesta
existencial certera a la indefensión y el desarraigo al que nos condena el
individualismo. Respuesta que, por su parte, colabora como barrera al avance de
integrismos retrógrados, los que utilizan la contención humana y el sentido de
pertenencia como uno de los principales canales para ganar adeptos.
En la transición hacia sociedades de poder descentralizado,
proponemos forjar fuertes alianzas entre lo público y lo comunitario, que
valoricen y potencien la enorme energía popular que es la que, en definitiva,
sostiene a nuestras sociedades.
La constitución social, expresión de la dinámica histórica
de la intencionalidad humana
Por último, mencionar el carácter dinámico que tiene toda
constitución social, motorizada por el surgimiento permanente de nuevas
generaciones, cuya posibilidad de crítica tiende a renovar el paisaje humano y
desplazar lo establecido.
De este modo, toda construcción social debe favorecer la
irrupción de nuevas sensibilidades generacionales, abriendo plenamente los
espacios para que éstas se expresen, colocando las premisas vigentes en estado
de revisión crítica y transformación.
Así, el Estado no será una camisa de fuerza limitante a la
que los seres humanos deben obedecer, sino la expresión misma de la
intencionalidad humana, que va plasmando su íntima necesidad de evolución a
través de la dinámica histórica.
- Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de
Estudios Humanistas y comunicador en agencia Pressenza
Fuente: https://www.alainet.org/es/articulo/208260
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