Nostalgia evaporada eres
SANDRA CARDOZO CUÑARRO
“Si te raspan tendrás que ponerte a trabajar”. –sentenció mi Papá mirando Sábado Sensacional en la televisión. Llevaba arrastras Matemáticas de segundo y no me iba bien en tercer año con una profesora francesa que además de impartir su idioma de nacimiento en primero de humanidades, me confundía aún más con los polinomios. Por ende, la física y la química me estaban revolcando con fórmulas, exponentes, raíces cuadradas y la temida tabla periódica. Sinceramente, debo reconocerlo: me estaba interesando más escuchar a Los Beatles, a los sonsacadores disyoquis aquellos con sus blues y rocanroles y las conversaciones versadas de mis panas en el poste nocturno del barrio, olorosas al anarquismo, que andar detrás de Euclides, Arquímedes y su grito Eureka, Baldor, Navarro y de un librito precioso, lleno de gracia, curiosamente diagramado con todos los números primos que, honestamente, no sabía para qué servía.
Lo cierto es que había raspado en julio. En la revancha de septiembre volví de nuevo a la lona y si raspaba en febrero (que en realidad fue a comienzos de marzo) iría diferido, lo que significaba no presentar las finales de tercero en julio (una afrenta al orgullo) y si llegaba a pasar esta matemática transformada en una de las momias de Guanajuato, entonces, sólo así, tendría el chance de presentar las materias de tercero, una tras otra, en un liceo desconocido que llamaban “piloto” y frente a profesores jamás vistos, a quienes tendría pocas posibilidades de honrar con un apodo digno. Pensar en este destino me daba una de esas flojeras de por las tardes, en que sólo provocaba meterle patadas a un balón o ver La Pandillita comiendo pan con mortadela o esperar dos horas a que llegara un yi para irme a la guerra de Vietnam a matar gringos. Pero Skinner tiene cierta razón; hay impulsos que desde el espanto te obligan a reaccionar y mirar con curiosidad y urgencia lo escondido en ese lugar donde sale el sol.
Yo tenía mis panas de liceo, no estaba solo en este lío evaluativo. Los que sufren las calamidades humanas siempre han sido la mayoría. Tenía a una lindura de amiga llamada Lilian que no causalmente tocayaba mi apellido y sufría por igual, el problema con ésta, dije antes, Llorona de la media noche que, en vez de clamar alaridos de arrepentimiento por haber matado a sus hijos, soltaba fórmulas de productos notables y factorización que hacían aullar a los perros, silenciar a los grillos y sangrar a la luna. Convocamos al clandestino grupito de raspados del salón, cuya cruz interna también llevaban como cristos medio alegrones. Estudiábamos, claro que sí, pero nadie nos creía, debido a los resultados adversos en el momento en que los profesores sonaban las notas en voz alta delante de todo el mundo. Y como tengo en el destino explicar cosas educativas, me tocaba enrumbar aquella clase autodidacta, sospechosa de que lloraría febrero de principio a fin. Revisábamos lo estudiado y de paso, debía explicarles lo que me tenía aterrorizado: física y química o lo comprendido por tales. Pues ellos comenzaron a recuperar esas materias y yo continuaba raspando. Algo estaba pasando que Einstein y Lavoisier los amparaba y acompañaba y favorecía, y a mí me perseguía toda la corte del hades griego. La paradoja llegó al punto en que Martino, un gordito con cara de futuro comerciante, dijo a barriga batiente lo inevitable: “Hasta puedes dar clases y ganarte unos churupos”.
Hice de mis noches trinchera de futura victoria. Un viejo radio transistor, por fortuna sin marca comercial, acompañaba aquellos demiúrgicos y hasta báquicos desafíos a los problemas de Baldor y Navarro, a quienes transformé en guías teosóficos. Como dice Jorge Larrosa, una mesa es vital para el estudio, para la lectura, para la locura de aprender. La recordada mesa verde de pantri que en mi familia fue centro del sancocho, campo para el dominó, reguero de harina de trigo y huevo para una futura torta que hacían mis hermanas con sabor a panqué de bodega, escuelita de muñecos llenos de saliva del Mago Peirel, base para un planchado de última hora, área de arte y costura maternal, también fue mi aposento de cazar signos algebraicos, asaetar dudas acerca del más, del menos, del por y del enter. Puse a dialogar el cuadrado del primero, más el doble del primero por el segundo, más el cuadrado del segundo, con la obertura de la Ópera Tommy de The Who, con la voz atiplada de Matt Monro al decir: “La música sonó”, con Dizzi de Tommy Roe, Carmesí y Pétalos de Tommy James, con la Dulce Carolina de Neil Diamond, con el silencio del barrio que a las dos de la madrugada sólo podía ser alterado por el sorbido a un vaso de culey de fresa y el crepitar de la mordida a un bollo de pan, mientras memorizaba las fórmulas, una a una, al ritmo del Pata Pata de Miriam Makeba. Aquella música, mi música, era un zumbido, envidia de los zancudos, sólo audible por el milagro de haberme trazado aquella finalidad tan discrecional y torturante.
Vi con desdén la fecha (marzo), el día (sábado) y la hora (1 pm) del desafío en papel de obituario, pegado en la cartelera más odiada del Andreseloy. Quienes iban lisos, buscaban rodear aquel sitio maléfico, quizás para compadecerse o conjurarse, en cambio, quienes éramos los directamente involucrados, le pasábamos de refilón echándole miradas puyuas. Acordé con Lilian y el grupito, dar un último intercambio, más para medir las inseguridades y el nerviosismo que para hacer cotejo de la aprendido; en experiencias como ésta, el aprendizaje está en el lado opuesto de la exigencia. Ese viernes, mis panas del barrio, quienes habían dejado el liceo, me desearon suerte, aunque percibí en sus miradas la compasión que se le tiene a quienes van al patíbulo. Si no cambiaron con el tiempo, aquel ateísmo orgulloso aún debe acompañarlos.
Cosa rara en esos tiempos: me di un baño entusiasta. Cosa extraña en mi vida: los sábados, desde las doce y un minuto de la madrugada hasta las once de la mañana siempre me sostiene y revindica una felicidad gloriosa que nada puede vencer; si el mundo se fuese a acabar en ese lapso de tiempo de un sábado, no me daría cuenta. Cosa incidental: ya había visto en el cine Catia la vaquera Lo bueno, lo malo y lo feo y quienes la vieron podrían adivinar con quién me identificaba. Desde las once hice la cola para esperar el yi con la serenidad que de seguro tuvo el Negro Jefe (Obdulio Varela) antes de saltar a la cancha del Maracaná y asombrar al mundo con la finta más ingeniosa jamás realizada en el fútbol. Me libré del tierrero y la subida monstruosa. “Ya está pago” –me dijo el yisero, mientras el benefactor me sonrió con humildad; sucedía casi siempre con varios vecinos. El autobús del Junquito tardó un poco por ser día de Mercado, dado que, en Tele Cuba, la botella era casi siempre a cornetazos y recordatorios de las madres entre choferes. Pasé la avenida Cuartel mirando las canchas donde aún existía el recinto militar y se veían grupos de gentes aupando a niños uniformados que corrían tras un balón. Me sentí como un turista al bajar por la avenida Sucre, poseído por una seguridad jamás sentida desde el cuarto grado.
Lástima conocer ciertos sitios hermosos en circunstancias tan contraproducentes. El Espelozín (o lo mirado entre soslayos) me pareció como un bar de mala muerte; aún no había salido el sol en ese sitio, el boquete en forma de portón me tragó al son de un rugido infernal, las otras víctimas de la reparación me parecieron cadáveres nerviosos, hasta que llegó Lilian, apurada como siempre. Habíamos jurado solemnemente, no hablar de matemáticas, ni de polinomios, ni de factorización, ni de productos notables, ni del Andreseloy, ni de la última manifestación estudiantil donde la policía mató a un muchacho de la Técnica, ni siquiera del Papaupa al cual extrañábamos en nuestro portón, ofreciéndonos los raspados más deliciosos del planeta. Cuando dieron las doce y cuarenta, Lilian hace un movimiento afortunado, providencial, y saca su boletín de calificaciones de una carpeta rosada y mis ojos se detuvieron en aquel objeto que creía conocer. “Espérame aquí, Lilian, que se me olvidó el boletín”. Salí en esas carreras corticas, moviendo los pies y no las piernas, sorteando al grupo ya numeroso de condiscípulos. Apenas escuché a Lilian: “Vuelve rápido que si no me raspan”.
Sin ese cartón, la nada. Sin ese documento, el más absoluto ridículo. Sin que yo pusiera en las manos del presidente del jurado (¡porque además había un jurado!) esos cuadros ya usados con calificaciones antiguas y sellos y un especial cuadrito en donde debían colocar mi calificación (seguramente en tinta azul), se perderían noches insomnes de memorización organizada de fórmulas, copias al calco de ejercicios infinitos de Baldor y Navarro, borrones y tachaduras de errores en algunos resultados, enunciaciones, flechas, llaves, corchetes, paréntesis, carcajadas queditas en medio de la noche, imaginándome la imposible utilidad que tendrían aquellas jerigonzas algebraicas. Como en el corrido llanero, invoqué a todos los santos conocidos para espantar el maleficio, porque sólo ésa podía ser la explicación: el maleficio me había hecho olvidar tan importante cosa.
La Física Cuántica llegó a mi conocimiento varias décadas después y sólo a través de sus prodigios se podría explicar cómo el autobús del Junquito, al que me trepé milagrosamente, yéndome guindado hasta el sector Boquerón que es donde primero se baja la gente, no encontró ningún obstáculo a su paso, ni cola, ni llamados de parar, ni siquiera un amigo del chofer que lo detuviera para hablar cualquier… dónde nos tomamos una. Cuando me bajaba una mujer dijo: “Este viaje si fue rápido”. “Es por la hora” –aseguró el chofer. “La gente se fue a almorzar”. Me zumbé por el tierrero llamado barrio sin darme cuenta, pegado a las ánimas, que son las protectoras de mi Mamá, quien sacó el boletín del sagrado sitio donde guarda papeles importantes, con un rostro de vergüenza y pesadumbre y me lo entregó como el testigo de una carrera de atletismo. Subí la cuesta, a sabiendas que era la hora de siesta de los yiseros. Volvió a suceder el mismo fenómeno con el autobús; bajó casi vacío, como para mi uso exclusivo, dejándome en la entrada de Gato Negro. Caminando de allí al Espelozín, brotó una exclamación en mi mente: “¡Luego de esto que me raspen si les da la gana!”.
Creí que tendría que abogar por mi inocencia ante algún profesor con rostro de Tomás de Torquemada, y que debía poner mi cara mucho más martirizada por una hecatombe personal, y que además, apelaría a ejercicios telepáticos practicados en secreto al leer un librito de la orden rosacruz de mi madrina Isbelia, para influenciar al jurado y me dejaran entrar a la prueba, pero resultó que no, pues de nuevo en el antro, como si hubiese salido hace un segundo y vuelto a entrar, luego de un viaje a través de un agujero de gusano, aquellas y aquellos buenos para nada, que se habían dejado raspar porque les dio la gana, que los reprobaron porque no atendían las clases, que no aprovechaban las oportunidades que les brindaba la vida, que atendían más a las veleidades de su irresponsable adolescencia que a la seriedad de sus estudios, que se reían de todo, que no entendían, que olían mal, que sudaban después de la clase de educación física, que por quítame esta pajita querían parar el liceo e irse de manifestación y quemar cauchos y otras porquerías, que no leían ni escribían, que se la pasaban hablando en clase, que más bien deberían irse a atender un quiosco de periódicos; aquellos y aquellas que, como yo, no teníamos futuro en la vida, estaban de lo más orondos, y hasta riendo, mientras esperaban a que los profesores llegaran de almorzar. “Ya son la una y diez y no han llegado” –protestó Lilian en susurros, “… menos mal”, finalizó su comentario mirándome con alfileres en los ojos.
Sin más remedio nos dimos al repaso. Les propuse un código que inventé, mientras enfrentaba el suceso del boletín, como táctica para pasarnos datos y resultados. No hizo falta porque al llamarnos para la prueba, nos revolvieron en el salón como si adivinaran nuestras filiaciones. Lilian quedó al final en una esquina solitaria, desde donde me miró con cara de Marga López en la película Un rincón cerca del cielo, y yo toqué en el primer puesto justo al frente de los matarifes. Luché con el ejercicio bandera, el de más puntuación, el complicado, el arrecho; su resultado me dio una fracción cuyos guarismos eran diez y siete sobre diez y nueve. La prueba duraba noventa minutos y me di el lujo de entregarla en treinta. El profesorado era tan hostil que ni siquiera se dignaron preguntarme: “¿Revisó? ¿Está seguro? ¿Se dio cuenta de que le queda tiempo?”. Nada. Puro cañón en el semblante. Eché un vistazo a Lilian y ya se había convertido en Mamá Dolores en El Derecho de Nacer. Cuando salió el gentío de los salones, la usanza era el… cómo saliste. Preguntas iban, resultados venían. Afirmaciones, negaciones, ojos aguados, caras de firmeza, cuerpos temblorosos, risitas soporíferas, seños fruncidos, caras sombrías. Dicen que a Lilian la tuvieron que obligar a salir del salón y que le arrancaron la prueba por la fuerza, no me consta, no me confirmó nada. Estaba enmudecida. No soltaba palabra alguna. “¿Cuánto te dio el “coco” de los ejercicios?” –le pregunté tratando de animarla. Ante su mutismo, su mirada perdida en un llanto contenido, las uñas ya inexistentes en sus dedos, le afirmé: “diez y siete sobre diez y nueve medió a mí ¿Y a ti?”. Respiró hondo como aliviada y dijo: “A mi me dio eso mismo, pero me rasparon, porque a varios les dio treinta y cinco sobre diez y nueve y estoy segura de que ése es el resultado”. Sonreí y le pregunté a manera de burla: “¿Y por qué estás tan segura?”. Cubrió entonces su rostro con ambas manos, les echó una bocanada de aire, las arrastró por la piel hasta colocarlas en el pecho y respondió: “¡Porque sí!”.
A las cinco y media de la tarde una profesora de cabellos como serpientes y lentecitos rectangulares sobre la nariz salió del salón con el fajo de boletines en el pecho y los fue sacando lentamente mirando cada nombre, aguzando los ojos, vociferándolo ante los murmullos de la muchedumbre que la rodeaba. Lilian casi me fracturaba la mano con las suyas. Lágrimas de angustia bajaban por sus mejillas. Me nombraron primero y vi el papel: “Pasé con once” –le dije reteniendo un ¡Uy! de alivio. Cuando la nombraron de seguidas, tomó el boletín y lo apretó contra su pecho. El llanto es una de las manifestaciones más comunes en los seres humanos. Se llora de dolor y de alegría. Aquella tarde Lilian expresó el llanto más sublime que una joven puede manifestar ante un suceso de su vida. Segura como estaba de haber aplazado, abrazaba su boletín como a un familiar íntimo, como si se le muriera irremediablemente, como si algo de aquel documento se estuviese perdiendo de su existencia, mientras se sumergía en un hondo dolor. Movía la cabeza como si mereciera el aplazamiento, como si se consideraba no merecedora de la aprobación. Logré, entre forcejeos, tomar su boletín y le dije la calificación, pero tapaba sus oídos, no quería escuchar la nota, se resistía a enfrentar una realidad sólo sospechada por ella. Su llanto se había desbocado y prolongado durante varios minutos hasta lograr la atención a mi voz.
Ya en esas épocas me valía de la poética para acontecer en algunas experiencias y fue cuando hablé a Lilian con palabras sorprendentes, con sentimientos sutiles. Sus ojos recobraron la firmeza habitual. Se dio la posibilidad de varios pucheros y esas respiraciones fañosas, propias de quien se desahogó con ganas. Bajamos juntos hacia la avenida, empujados por un silencio cariñoso, las luces de los faros anunciaban la noche, la gente proyectaba sombras sospechosas de festividad. Al subir al autobús me dijo: “Nos vemos el lunes”. Le ofrecí un adiós desde el aire de mi mano mientras la veía sentarse. Me devolvió un hasta luego sonriente. Crucé porque mi autobús pasaría del otro lado de la acera, palpé mi boletín oculto entre el pecho y la camisa como a una medalla antigua. Volví a observar a Lilian en su asiento y parecía saludar a sus propias estrellas a través de la ventana.
Pasó con diez.
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