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La Subpolítica y la Globalización

Las líneas en el Konuko XXXII
Por: Rafael Marrero (02/03/2019)


Entendemos, en primer lugar, por “globalización” un fenómeno esencialmente económico que podría concretarse, en una primera aproximación, como el proceso de integración económica internacional que tiene como rasgos característicos la liberalización de los mercados, fundamentalmente, pero no sólo, el financiero y, en consecuencia, la profunda financiación de la economía. 

En sí misma es un proceso continuo y dinámico, que desafía las leyes de los países en su forma de regular el funcionamiento de empresas y el comportamiento económico de los individuos a nivel internacional que, si bien pueden dar trabajo a la mano de obra desocupada o ser los contratados, también pueden beneficiarse de irregularidades y debilidades subsistentes en un determinado país.

Es fácil para estas empresas simplemente trasladar sus centros de producción a lugares en los cuales se les del máximo de facilidades. Es también un desafío a los proyectos de desarrollo de los países, especialmente para aquellos que están en vías de desarrollo, pues no sólo considera cualquier intervención estatal como contraria a los intereses de esas empresas (en la medida que tales planes implican regulaciones y demandan impuestos y otros recursos) sino que además asevera que la idea misma del desarrollo social como meta y objetivo gubernamental o estatal precluye la libertad individual y distorsiona tanto la sociedad como el mercado.

La globalización o más concretamente la transnacionalización de las empresas, no solo le hace perder peso y significación a los sindicatos, sino que, como ya se ha indicado, parece socavar también la capacidad de decisión de los gobiernos reemplazando la soberanía nacional por la soberanía global del capital.

Lo más curioso es que no son pocos los políticos que hablan del mercado como único regulador, sin darse cuenta de que al hacerlo están destruyendo su propia razón de ser. En conclusión, el poder de las empresas globalizadas consiste en:
a) Su capacidad de exportar puestos de trabajo a cualquier lugar del globo, donde los costos de trabajo sean más baratos;
b) La segmentación de productos y fases de producción, y la diversificación espacial del proceso productivo, como sucede por ejemplo en el sector automovilístico. 
Las cosas han dejado de fabricarse en un mismo sitio y se componen de partes provenientes de medio mundo. Así, vehículos, computadoras, laboratorios fármaco químicos complejos y hasta edificios localizados en Estados Unidos contienen proporciones importantes de elementos importados de distintas partes, inclusive técnicas y programas;
c) La capacidad de negociar con los gobiernos nacionales con el fin de reducir la carga impositiva y bajar costos salariales directos e indirectos y de infraestructura;
d) El hecho de que las empresas globales puedan elegir dónde tener sede, diseñar, producir, comercializar y pagar impuestos. Dicho en una forma simplificada: pueden residir donde es más bonito y pagar impuestos donde sea más barato. Lo más importante es que todas estas decisiones se toman sin participación de la “alta política”, es decir sin discusión parlamentaria o decisión gubernamental, ni siquiera con un debate público. Se trata entonces de un caso clásico de lo que Beck (1993) denomina la “subpolítica”. En ese mundo las viejas reglas de juego político han perdido vigencia. Las empresas asumen cada vez más la función política, de modo que entre los perdedores no solo se cuentan los sindicatos, sino también los partidos políticos, el Estado benefactor, y finalmente la población en general, víctima del capitalismo con sus mecanismos neocorporativistas de concertación.

El politólogo norteamericano Benjamin Barber sostiene que el mundo se enfrenta a dos tendencias: el fundamentalismo creciente y la globalización (Coca Cola o McWorld). Mientras que el primero satisface la necesidad de identificación de la gente en la medida en que en una guerra santa cada uno sabe de qué lado está y contra qué lucha, la globalización somete todo a la rigurosidad de las leyes económicas: “el fundamentalismo creciente impone una política nacional populista sangrienta, McWorld una sangrienta economía de lucro”.

Ambas tendencias son contrarias, pero unidas socavan las posibilidades de la democracia en el mundo. La guerra santa necesita creyentes y McWorld consumidores; ninguno de los dos promueve “ciudadanos”. El autor se pregunta cómo puede esperarse entonces que la democracia funcione sin ciudadanos. Barber llama la atención sobre la paradójica confluencia de dos fuerzas antiéticas, el radicalismo del mercado global y el fundamentalismo, que, sin embargo, coinciden en su negación de la democracia y la cercan en un movimiento de pinzas.

En este “mundo nuevo” ya no cuentan las virtudes cívicas ni las demandas políticas y resulta cada vez más difícil deslindar la responsabilidad colectiva de los gobiernos. En una sociedad de estas características los consumidores pueden elegir “entre 16 tipos de pasta dentífrica, 11 camionetas y 7 marcas de zapatos deportivos”, pero no puede decidir el carácter y la dirección de la evolución social, configurándose así “una infraestructura por la cual ninguna comunidad se pronunciaría libremente”.


“De ellos Dios, la esperanza y temen,
De ellos la tierra, el cielo y se quejan de estrechez,
De ellos el fuego, el aire y lloran su infortunio,
De ellos la luna, la noche y lamentan su infinita penuria,
De ellos los ríos y el mar y aún lamentan el viaje de los otros,
De ellos todo el calor, pero envidian la pequeña lumbre de las mayorías,
De ellos sudor, sangre, producto, y ruñan sus carencias,
De ellos espacio y tiempo y se ahogan en lo angosto,
De ellos empresas, templos y dinero, pero su desgracia es grande y sollozan, 
El fin de ellos todo lo creado, y se apropian de lo inexistente, en cambio, los hermanos muertos en Llaguno, un hilo de vida y lo entregaron como río.”

Carlos Angúlo.