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El hombre que tenía un sueño

Krístel Guirado

Soy escritora. Mi género predilecto es la narrativa. Como tal, solo puedo entender la vida desde esa lógica. Y solo desde esa lógica puedo enfrentarme a la muerte. He leído de todo en las redes. ¿Cómo lo veo yo, cómo me duele? Como yo lo veo. Un crimen tiene un camino de causas posibles. 
Había una vez un músico que tenía un sueño. Quería un lugar donde reunirse con sus amigos para hacer música, para compartir música. Este hombre sabía que su sueño era frágil, que dependía de un sinnúmero de intereses ajenos a la música, que hoy bien estaba en un sótano y mañana quién sabe. Entonces –siguiendo en parte el juego de los marioneteros– decidió abrir un lugar donde él y sus amigos pudieran hacer música y donde otros pudiéramos disfrutar de eso, a cambio de unas monedas por licor y comida. El hombre abrió una pizzería en Altamira. Una pizzería con personalidad de bar y sin pretensiones de franquicia. Hubo entonces un lugar donde cualquier músico -buen músico- podía presentarse. 
Recuerdo una vez que vi a la única mujer que en Venezuela tocaba una suerte de bandola exótica, un instrumento de cuerdas medieval, cuyo nombre olvidé por ignorante. Le pregunté al hombre cuánto le había costado traer ese sonido celestial hasta su bar. Entonces el hombre me contó: “Nada. Ella tiene suficiente dinero. Puede vivir felizmente de uno solo de los conciertos que da en Europa, pero ninguno de esos grandes escenarios puede darle el placer de regresar ese instrumento a la calle”. Esas palabras nunca se fueron de mí … « ninguno de esos grandes escenarios puede darle el placer de regresar ese instrumento a la calle». Me dijo: “¿Cuántas veces crees que tiene ella la oportunidad de tocar así, sentada sobre unos cojines, improvisando, riendo, equivocándose, intentándolo?”. Luego la mujer abrazada a su cuerdas me repitió lo mismo y me explicó lo hondamente agradecida que estaba porque el hombre que tenía un sueño tuviera una pizzería donde se podía tocar y compartir con la gente. Como les decía, había una vez un hombre que tenía un sueño y montó una pizzería en el Este. Todo iba bien hasta que el hombre que tenía un sueño decidió creer en otro hombre que soñaba, en franca contradicción con los vecinos de la pizzería y tuvo que cerrarla. 
Entonces el hombre que soñaba se llevó el sueño de la pizzería a una esquina de la Plaza Bolívar, donde la gente podía tutear la música y la palabra. Recuerdo una tarde, tras una “asamblea sobre la seguridad social de los músicos”, convocada justo en el Teatro Principal aledaño a la pizzería. A la salida de la asamblea –infructuosa, como suelen ser las asambleas–, la mayoría de los músicos se quedó en la pizzería. El hombre que tenía un sueño me trajo una cerveza y nos sentamos a ver el espectáculo. Más real que una película animada, todo objeto en el lugar cobró vida. Marimba de la oportunidad, la asamblea se celebró en sus mesas, en una cruzada de cadencias y coros. Dos policías se acercaron y dejaron pasar una, dos, hasta cinco; luego le recordaron que después de cierta hora había que cerrar el local. Me dijo: “Matraquean a todos, a mí no. Saben que no voy a darles. Tampoco quieren pedirme, les gusta más la música. Pero los que están por encima de ellos les piden cuentas y debo cerrar”. Con todo, el sueño iba bien, pero el hombre que lo tenía comenzó a alertar al hombre que soñaba sobre sus desaciertos y la música de sus reclamos se hizo ser coro y marimba de la gente que en el Oeste disfrutaba de tutear la palabra y la música. La condena y la censura lo alcanzaron de ambos lados y el hombre que tenía un sueño tuvo que cerrarlo. 

En este punto un narrador debe decidir si escribe una novela (venturas y desventuras tras el cierre del sueño) o si escribe un cuento (aventurar el final). Como esto no es ni uno ni lo otro, me voy a permitir una divagación. Vuelvo al inicio. He leído de todo en las redes. Por favor, si un día me alcanza una bala o me falta el aliento o el corazón ya no encuentra espacio en esta pobre caja torácica, quiero pedirles hondamente que no hagan algunos comentarios. En mi vida, he tratado de permanecer en ese espacio ecuatorial que llaman centro. Mientras otros intentan avergonzarse de tal tibieza, yo la he procurado. No obstante, todo ha sido en vano. No puedo evitar que mi pensamiento se incline hacia esa esquina del pasado donde estaba tirado el zapato ensangrentado de un niño de ocho o nueve años, esa esquina –hace 29 años– donde la palabra impotencia comenzó a hacer cuerpo en la imagen de la muerte. Mi pensamiento se inclina hacia la izquierda, como han dado en llamarla los conceptualistas que todo lo reducen –diría Miranda Presley: “Ah, la primavera, flores, qué original”. Que mi pensamiento se incline a la izquierda es el motivo, justo, por el cual ando arrecha últimamente por muchas cosas y como Evio, como muchos de mis compañeros y amigos –de izquierda y de derecha–, critico y cuestiono a mis gobernantes, no siempre por las mismas razones. Entonces les digo, si un día les llega la noticia de mi muerte, por favor no vayan a comenzar a decir que me faltaba poco para saltar la talanquera –que no es verdad, que no ando saltando ni de un lado ni del otro–, pero tampoco vayan a decirme “comandanta” ni mucho menos “combatiente”, ni nada de lo “los que mueren por la vida…”, no me encaramen el “maldito sistema” en la urna, no me echen esa vaina, por favor. Hagan marimba, canto y coro de lo que siempre he creído: ES URGENTE HACER DEL MUNDO UN LUGAR DONDE PODAMOS SALUDAR A LA MUERTE CON DIGNIDAD, Y DONDE ELLA NOS CONVOQUE CON RESPETO.
El cuento es este: Había una vez un hombre que tenía un sueño. Quería un lugar donde reunirse con sus amigos para hacer música, para compartir música. Este hombre sabía que su sueño era frágil. Entonces, el hombre que tenía un sueño abrió una pizzería en el Este. Todo iba bien hasta que el hombre que tenía un sueño decidió creer en otro hombre que soñaba, en franca contradicción con los vecinos de la pizzería y tuvo que cerrarla. Entonces el hombre que soñaba se llevó el sueño de la pizzería a una esquina del Oeste, donde la gente podía tutear la música y la palabra. El sueño iba bien, pero el hombre que lo tenía comenzó a alertar al hombre que soñaba sobre sus desaciertos, en franca contradicción con los gobernantes que no soñaban, y tuvo que cerrarla. El hombre que tenía un sueño tuvo que meterse a taxista. Un día despertamos y nos enteramos que las buenas gentes que somos, en el Este y en el Oeste, habíamos perdido al hombre que tenía un sueño. Y yo me preguntó ¿qué hacemos con el sueño, tan frágil?


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